Consumida por ‘La maldición de Hill House’
El mes de la noche de brujas por excelencia. Aquel en que, durante la noche de Samaín —la más corta del año—, las ánimas viajan; cuando se dice que el mundo de los vivos y el de los muertos están más próximos, se estrenó La maldición de Hill House, una aterradora serie en la que precisamente se da con mayor fuerza ese concepto de reunión de la mayor de las festividades paganas celtas.
Exclusiva de la plataforma que los dos anteriores años nos había brindado la que para muchos era la ausente de esas fechas (Stranger Things), se coló como uno de los platos fuertes. La apuesta, eso sí, no había sido a una sola carta. La promoción estaba dividida con la de algo que ya tenía su propio nombre sin necesidad de presentaciones: Sabrina, esa bruja adolescente de los cómics que se nos presentaba mucho más oscura y turbia que en la serie más popular dentro de las diversas adaptaciones que el cómic ha tenido a lo largo de los años.
La maldición de Hill House, basada libremente en la novela homónima de la escritora norteamericana Shirley Jackson atrapa en el interior de una mansión encantada a la familia Crane. Como era de esperar, al transcurrir la trama en un lugar así, uno se espera una historia de fantasmas. Por supuesto que es lo que tendremos, un relato de terror con fantasmas, pero no es eso sin más. No tendremos tan solo a fantasmas apareciendo por la casa, ni esos sonidos ambientales unidos a planos cortos para jugar con nuestra atención y que haya sombras, manos, sangre o cualquiera de esos recursos que encontraremos también y que funcionan a la perfección. Aquí no está solamente el miedo a los espectros. Lo terrenal puede provocar emociones que aceleren más el pulso. La ansiedad y el pánico, que oprime a los personajes -y que se manifiesta de diferente manera según de quién se trate, está estrechamente relacionado con frustraciones variadas. La casa coge sus emociones, las mete en una licuadora y saca lo peor de cada uno. A su vez, cada cual lo proyecta de un modo: buscando refugio, comprensión o aislamiento.
La voz del narrador atrapa con su elocuencia con tan solo indicar, al inicio, que sucedió algo que nunca jamás podría olvidar. Un recurso manido, pero innegablemente bien llevado. Ese narrador es uno de los niños que vivieron en la casa que, años después, se respaldó en la literatura para volcar en palabras sus vivencias. Trató así de auto-convencerse de que todo había sido un mal sueño, que era producto de su perturbada mente, mera ficción.
La historia tiene dos tiempos en paralelo: cuando los cinco hijos de Olivia y Hugh son niños y 20 años tras la mudanza a una casa que tenían pensado habitar durante una breve estancia (lo necesario para reformarla, venderla y obtener beneficios). Es un dicho común aquello de que cuando se va al hospital uno sabe cuándo entra, pero no cuándo sale. Lo mismo podría aplicarse de esa vieja vivienda gótica, con el abismo entre ambos lugares de que aquí uno no encontrará una cura, no tendrá ninguna persona con conocimientos médicos tratando de ayudar; encontrará más bien una zancadilla hacia un pozo de desesperación.
Rodada con tanta maestría que ni un plano queda fuera de lugar, que cada escena hace que quedes atrapado como si la maldición fuera a engullirte las entrañas. Pero por mucho que destaque con creces en ese apartado, nada de esto sería posible sin un guion de lo más sólido, como el que tiene. Repleto de momentos memorables, con todo bien hilado, con sorpresas y cliffhangers, con esa mujer del cuello torcido que se le queda a uno grabada a fuego. Ese quinto capítulo, ese ecuador con el capítulo del mismo nombre de ese personaje mencionado con esa atípica característica me sobrecogió. Por ello considero que se ha convertido en una de las fábricas de pesadillas más efectivas de los últimos tiempos. Cómo se erige desde los cimientos la obra, dividida en capítulos centrados en cada uno de los más jóvenes de la casa por partida doble es algo que todo amante del terror debería saborear.