Animal Crossing: New Horizons me acompañó meses
El año pasado salió un juego muy esperado por muchísimas personas. La saga Animal Crossing fue ganando cada vez más popularidad en los últimos tiempos y el haber tenido que esperar bastante por una nueva entrega de la serie canónica desde que lo petara en 3DS, hizo que aún aumentaran más las ganas de perdernos por ese ritmo pausado y esos ritmos relajantes que van unidos a la recolección de frutos, la decoración (tanto de interiores como de exteriores) o el interactuar con nuestros vecinos, todos ellos animales, ya que tan sólo el avatar del jugador es humano.
Que además Animal Crossing: New Horizons saliera a la venta justo en lo que supuso el inicio del confinamiento por la pandemia global del coronavirus en buena parte de los países del mundo no hizo más que incrementar su éxito y que la comunidad estuviera más viva que nunca. Al tratarse de un juego tranquilo sin objetivos pretenciosos ni complicados, que podíamos jugar a nuestro ritmo –unido a la imposibilidad de salir al exterior salvo excepciones puntuales– se convirtió en la vía de escape de muchos en su día a día. Una especie de terapia o salvoconducto de eso tan incierto como doloroso. Yo misma estuve jugando durante meses a diario, un poquito cada día, hasta que vi que ya no me apetecía continuar con mi vida en la isla y lo dejé sin más.
Puede parecer una locura entrar todos los días a un mismo juego y no aburrirse, porque no es algo habitual exceptuando los MMO o los gacha, donde raro es que haya planteamientos con respecto a conectarse con cierta asiduidad y continuar jugando durante semanas, meses o incluso años. Sin embargo, en Animal Crossing se nos invita a entrar cada día un ratito, más que a pegarnos panzadas tremendas con él. No es un juego de acción o un rpg con un principio o un final, sino un simulador de gestión de una vida ficticia en un entorno bastante utópico donde las decisiones del jugador son las que priman por encima del resto, haciendo así que nos sintamos especiales por manipular a nuestro antojo el pueblo con cosas como: mover el cauce de los ríos, crear un parque, o montar merenderos y baños públicos alrededor de esa zona de acampada a la que, de vez en cuando, nos visita alguien por si quisiéramos dejar de ver a algún vecino con el que, por lo que sea, no estemos conformes.
Es el juego al que más tiempo he dedicado y que más me ha aportado de la serie. A día de hoy sigue habiendo actualizaciones periódicas, lo cual está muy bien para quien quiera seguir coleccionando objetos, participando en eventos o completando su museo con peces, bichos u obras de arte (asumo que, a estas alturas, no le faltarán fósiles a nadie que haya jugado durante más de un mes y medio). Pero para mí ya se acabó el reunir el trastero de cosas que no sé ni dónde colocar una vez pagados todos los préstamos hipotecarios y habiendo dejado la isla todo lo bonita y funcional que quería. Seguiré avanzando con otras experiencias más allá de los quehaceres en Tokyo-3, donde habitan grandes Godzilla que echan fuego por la boca, pero también hay jardines de flores que jamás se ponen mustias, zonas de recreo, árboles de los que sale el dinero o lluvias de estrellas que dejan empañada la playa de fragmentos.